miércoles, 26 de marzo de 2008
William Faulkner - El ruido y la furia (1929)
Cuando se abría la puerta tintineaba una campanilla, pero sólo una nota alta y clara y mínima en la limpia oscuridad, encima de la puerta, como si estuviera afinada para producir aquel único sonido claro y mínimo con objeto de que la campanilla no se gastara o no requiriera el gasto de demasiado silencio al restaurante éste cuando fuera abierta al cálido olor del pan reciente; una niña sucia con ojos de oso de peluche y dos trenzas chaloradas.
-Hola, pequeña. -Su cara era como una taza de leche punteada de café en el dulce y cálido vacío -. ¿Hay alguien?
Pero se limitó a mirarme hasta que se abrió una puerta y apareció la dueña. Por encima del mostrador, con hileras de formas crijientes detrás del cristal, su cara limpuia y gris, sus cabellos escasos y estirados sobre su pulcro cráneo gris, sus lentes de pulcra montura gris, se acercaban, avanzaban como sobre un alambre, como el cajón automáticos de la caja de una tienda. Parecía una bibliotecaria. Algo que vive entre los estantes polvorientos de certidumbres ordenadas divorciadas de la realidad hace tiempo, resecándose pacíficamente, como una bocanada de ese aire que ve el acontecer de las injusticias.
-Dos de esos, por favor, señora.
De debajo del mostrador sacó un trozo cuadrado de papel de periódico y lo dejó sobre el mostrador y sacó los dos bollos. La niña los miraba con ojos tranquilos, sin pestañear, como dos grosellas flotando inmóviles en una taza de café flojo País de los judios hogar de los irlandeses. Miraba el pan, las manos grises y limpias, una gruesa alianza de oro en el índice izquierdo.
-¿Los hace usted misma, señora?
-¿Señor? -lo dijo así. ¿Señor? Como en el teatro. ¿Señor? -Cinco centavos. ¿Algo más?
-Nada, señora. Para mí, no. Pero esta señorita quiera algo. -No era lo bastante alta como para mirar por encima de la caja, así que fue hasta el final del mostrador y miró a la niña.
-¿Viene con usted?
-No, señora. Ya estaba aquí cuando entré.
-¡La mocosa! -dijo. Salió de detrás del mostrador, pero no tocó a la niña-. ¿Te has metido algo en el bolsillo?
-No tiene bolsillos -dije-. No estaba haciendo nada. Sólo estaba aquí quieta, esperando por usted.
-Entonces, ¿por qué no sonó la campanilla? -me miró. Sólo necesitaba una regla en la mano y una pizarra detrás: 2 x 2 = 5-. Se lo puede esconder debajo del vestido y nadie lo notaría. Oye, ¿cómo has entrado?
La niña no dijo nada. Miró a la mujer, luego me lanzó una sombría mirada furtiva y volvió a mirar a la mujer.
-Estos extranjeros -dijo la mujer-. ¿Cómo habrá podido entrar sin que sonara la campanilla?
-Entró cuando abrí la puerta yo -dije-. Sonó una vez para los dos. De todos modos, no podría coger nada desde aquí. Aparte de que no creo que lo hubiera hecho. ¿Verdad, pequeña? -La niña me miró reservada, contemplativa-. ¿Qué quieres? ¿Pan?
Extendió el puño. Lo abrió mostrando una moneda de cinco centavos húmeda y sucia, suciedad húmeda incrustada en su carne. La moneda estaba mojada y caliente. Olía levemente a metal.
-Por favor, señora, ¿tiene usted un pan de cinco centavos?
De debajo del mostrador sacó un trozo cuadrado de papel de periódico y lo dejó encima del mostrador y envolvió un pan en él. Puse la moneda y otra más encima del mostrador.
-Y otro de esos bollos, por favor.
Sacó otro bollo de la caja.
-Deme el paquete -dijo. Se lo di y ella lo desenvolvió y puso el tercer bollo encima y rehízo el paquete y cogió las monedas y buscó dos centavos en el mandil y me los dio. Se los entregué a la niña. Sus dedos se cerraron alrededor de las monedas, mojados y calientes, como lombrices.
-¿Va a darle ese bollo?- dijo la mujer.
-Así es -dije-. Y espero que a ella le huela su pan tan bien como a mí.
Cogí los dos envoltorios y le di el pan a la niña, la mujer toda acero gris detrás del mostrador nos miraba con fría seguridad.
-Espere un momento -dijo. Fue a la trastienda. La puerta volvió a abrirse y cerrarse. La niña me miraba apretando el pan contra su vestido sucio.
-¿Cómo te llamas? -dije. Dejó de mirarme, pero seguía inmóvil. Ni siquiera parecía respirar. La mujer volvió. Traía una cosa de curioso aspecto en la mano. La traía como si fuera una rata muerta.
-Ten -dijo. La niña la miró-. Cógelo -dijo la mujer acuciando a la niña-. Tiene aspecto raro sólo en apariencia. No notarás la diferencia cuando te lo comas. Cógelo. No puedo pasarme aquí el día entero. -La niña lo cogió, siempre mirándola. La mujer se limpió las manos en el mandil-. Haré que arreglen esa campanilla -dijo. Fue hasta la puerta y la abrió de golpe. La campanilla tintineó otra vez, tenue y clara e invisible. Nos dirigimos hacia la puerta y la espalda de la mujer.
-Gracias por el pastel -dije.
-Estos extranjeros -dijo hundiendo la vista en la oscuridad donde tintineaba la campanilla-. Siga mi consejo y manténgase lejos de ellos, joven.
-Si, señora -dije -. Vamos, pequeña -salimos-. Gracias, señora.
Cerró la puerta, luego la volvió a abrir de un tirón, haciendo que la campana produjera su única nota leve.
-Extranjeros -dijo, observando la campanilla. Salimos.
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